En su nueva serie, Óscar Villalobos aborda, con mirada aguda y sensibilidad estética, las transformaciones profundas que ha sufrido el territorio colombiano —esa piel fértil que durante siglos alimentó la memoria, el cuerpo y la identidad colectiva—. A través de la metáfora visual de las frutas, las verduras y los minerales preciosos, Villalobos nos enfrenta a la paradoja de la abundancia perdida: un país que alguna vez se sostuvo en la diversidad de sus cosechas hoy se ve reducido a la monotonía del monocultivo y la dependencia de lo importado.
Sus composiciones, de una belleza inquietante, revelan cómo las frutas de temporada, antaño símbolo de renovación natural y de un equilibrio ancestral con la tierra, han sido reemplazadas por productos estandarizados que circulan sin raíces, sin aroma, sin historia. En las superficies brillantes de sus pinturas, el color del banano dialoga con el destello del oro y el verde hipnótico de la esmeralda, trazando un paralelismo entre los ciclos de extracción que han marcado la economía nacional: de la mina al cultivo, de la riqueza natural al agotamiento del suelo.
Villalobos convierte el alimento en metáfora del saqueo. Sus frutas relucen como gemas, pero esa luminosidad es también advertencia: bajo su brillo yace el desgaste, la pérdida de lo que alguna vez fue sustento y diversidad. Así, el artista nos invita a pensar el paisaje no solo como escenario, sino como cuerpo explotado, como archivo silencioso de la violencia económica y ecológica.
Fiel a su estilo, Villalobos combina la precisión formal con la carga simbólica. Su obra no denuncia desde el grito, sino desde la sutileza del contraste: lo bello que duele, lo natural que se torna artificial, lo local que se diluye en la globalización del consumo. En este sentido, su serie no solo es un homenaje a la tierra, sino un llamado a repensar nuestra relación con ella; a mirar más allá de la superficie reluciente y reconocer, en cada fruta, en cada color, la huella de una historia compartida de extracción y deseo.